Como todos los años, a principios de septiembre se encuentra nuestra
esperada vuelta a clases (nótese mi sarcasmo) y como cualquier otro adolescente, no queremos empezar.
En mi caso este año es diferente, porque empiezo una nueva etapa en un
nuevo centro, alrededor de gente nueva, con un ambiente nuevo y bajo el
aprendizaje de nuevos profesores.
Este año todo es nuevo y lo único en lo que quiero pensar es que daré
lo mejor de mí y empezaré desde cero como varios años atrás hice, en que puede
que esto de cambiarse de instituto no sea algo tan malo o algo de lo que deba darle
vueltas de más.
¿Pero sabéis qué? Como era de esperar, llegó el día de las
presentaciones; aunque no era mi primera vez pisando este suelo, me sentía muy
perdida, no sabía qué hacer, había tanta gente ahí. Las miradas y las voces en
los pasillos podían comerme a bocados la mente e impedían que pensara en otra
cosa. Pues en ese momento no era aún consciente de lo que estaba pasando, de lo
que llamamos realidad; no era consciente del presente.
La noche anterior me acosté pensando en que empezaba las clases, supongo
que como todos mis compañeros, pero no tenía en cuenta que la etapa que
empezaría sería tan importante para el yo del futuro. No era consciente.
En nada se terminó el día de las presentaciones, conocí a mi tutor y me
di cuenta de que había una mayoría masculina en clase, nada más. Tan rápido
pasó la mañana que no pude disfrutar un poco más de ella, de mi primer día en
bachillerato.
Ahora, mirando hacia atrás me arrepiento tanto de no haberme acercado a
esas personas desde un principio, porque ciertamente esas personas son con las
que voy a pasar momentos malos, momentos vergonzosos, momentos divertidos y
momentos buenos de esta etapa. Y es que no era consciente. No lo era.
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